How to Hitchhike

Cuentos de la carretera: Suecia.

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De Uddebo a Skattunbyn (500 km).

A menudo, los bosques de pinos del sur de Suecia me recuerdan a algunos jardines públicos, por lo cuidados que están. Los pinos, altos y rectos, bloquean la luz solar que llega al follaje inferior, limitando su crecimiento y haciendo que las plantas parezcan recortadas y muy cuidadas, mientras que pulcros caminos de tierra serpentean alrededor de las pequeñas rocas musgosas que sirven de adorno. Es una forma amable y hospitalaria de la naturaleza, muy parecida a la gente sueca. Fue en medio de un bosque como este que Anna, Angela y yo nos encontramos junto a una de estas largas carreteras que atraviesan los pinares y las rocas para conectar las ciudades y los pueblos más pequeños de Suecia. Hacía frío y había sido un día muy largo. Los tres habíamos montado en el primer coche a primera hora de la mañana, y ahora el sol empezaba a ponerse.

No había sido un viaje fácil. Habíamos pasado por Borås, la ciudad más lluviosa de Suecia, y estuvimos horas mojándonos antes de rendirnos y coger un autobús hasta la próxima ciudad de nuestra ruta. Y, a pesar de que ya habíamos recorrido varios cientos de kilómetros, nuestros amigos nos esperaban en un festival que aún estaba a otros cientos de kilómetros más de distancia. Iba a ser una noche incómoda si no nos recogían pronto; nuestra tienda y equipo de cocina también nos esperaban al festival.

“Vamos a comprar un poco de comida y busquemos un granero en el que dormir”, dijo Angela finalmente. El conductor de nuestro último viaje nos había dicho que había una tienda unos kilómetros más adelante. Por lo menos, podríamos comer algo. Cogimos nuestras pesadas mochilas y nos resignamos a seguir adelante, los pulgares todavía hacia arriba, con la esperanza puesta en el intermitente tráfico.

El siguiente vehículo que pasó decidió detenerse.

Sonrisas gigantes cruzaron nuestras caras y corrimos hacia el coche, un sucio y grande 4x4 con mucho espacio disponible para meter todas nuestras cosas. No fue hasta que hubimos guardado las mochilas entre baterías de coche y latas de Jimmy, que le echamos un vistazo a nuestro nuevo conductor: un gran skinhead, musculoso y tatuado de 22 años que se hacía llamar Lucas.

“Podrías llevarnos hasta Örebro?” Pregunté, mencionando un pueblo grande, situado más o menos a una hora de distancia al que habíamos decidido intentar llegar al final del día.

“Puedo llevaros más allá de Örebro”, respondió.

"¿Dónde vas?"

“Avesta.”

¡Avesta! Avesta era una pequeña ciudad cercana al festival. También era la ciudad natal de dos chicos suecos con quienes había viajado a los Estados Unidos. No solo tendríamos un lugar cómodo para dormir, sino que también tendría el placer de volver a ver dos amigos muy cercanos. Rebosante de emoción, inicié una conversación entusiasta con Lucas sobre Suecia. No podía creerme nuestra suerte.

Tres horas más tarde, mi buen humor se desvanecía. Había algo en Lucas que no encajaba. Al descubrir que Anna era alemana, nos había contado una historia sobre una chica alemana que había conocido y que "hacía de todo en la cama". Cuando le dijimos que nos encantaba hacer autostop por la gente a la que teníamos oportunidad de conocer, nos respondió que hablar con ciertas personas le daba arcadas. También hizo varias referencias a sus dificultades para controlar la ira. De pronto, mi conversación con él se había convertido en un gran esfuerzo para evitar enfadarlo o provocarle el vómito. Todos estábamos cansados y esperábamos con impaciencia el final del viaje.

Fue un alivio que, a medida que se acercaba la medianoche, estuviéramos llegando a las afueras de Avesta.

“¿Os gustaría ver un lago que solía visitar cuando era un niño?” preguntó Lucas.

“De acuerdo”, dijimos, suponiendo que nos desviaríamos brevemente para visitar un bello paraje.

Lucas giró el volante y nos adentramos a trompicones por un camino de tierra de un solo carril que llevaba al interior del bosque. Avanzábamos entre los árboles a la misma velocidad que habíamos viajado por la autopista. Las ramas azotaban el parabrisas, el vehículo subía y bajaba violentamente sobre el camino desnivelado, y una serie de curvas cerradas aparecieron ante las luces delanteras casi sin previo aviso, pero nada de esto parecía tener ningún efecto sobre el pie de Lucas, que seguía pisando el acelerador. Angela, Anna y yo habíamos dejado de hablar, pero Lucas, ajeno a la tensa atmósfera, continuó.

“El lago es muy profundo. Es una antigua cantera llena de agua, es imposible llegar al fondo", nos explicó. Los tres, nerviosos, pensamos lo mismo: “Es un gran lugar para deshacerse de cadáveres”. Comprobé mi móvil: no había señal.

Llevábamos 45 minutos conduciendo por las profundidades del bosque. Si le pidiéramos a Lucas que volviera al camino principal, ¿reaccionaría con agresividad? Habíamos pasado de renunciar a nuestro viaje a celebrar nuestra buena suerte para terminar viviendo la clásica pesadilla del autoestopista, todo en tan sólo unas pocas horas.

Por fin llegamos al final del camino. Cautelosos, salimos del coche. Nuestros ojos se clavaron en Lucas, esperando a ver qué hacía. Confuso, señaló el lago.

Ante nosotros se extendía una enorme extensión de agua negra, cuya superficie era un reflejo ininterrumpido de la niebla baja, pálida y pesada que la cubría. La luna llena, grande y brillante, dibujaba las siluetas de los árboles que se alineaban en la orilla, y sobre nosotros, el cielo despejado albergaba la Vía Láctea. Era precioso.

Lucas sonrió. Había compartido con nosotros algo que amaba. Estaba feliz.

Written by
Chris Drifte
Translated by
Anna Florensa Capitan